martes, 19 de mayo de 2009

El barquillero

Cuando yo era pequeño, había un barquillero que paseaba por Rosales, se llamaba Félix o quizá Gregorio, o quizá Julián y con su gorra castiza, llevaba la barquillera, un cilindro decorado en tonos rojos, con una estampa madrileña, que en la tapa tenía una especie de ruleta, a su vez llevaba una bandeja de barquillos, una cesta de mimbre con barquillos de distintos tipos, planos y cilíndricos, la diferencia además de la forma era el tamaño, unos muy grandes y otros más pequeños, también el precio, claro, pero eso a mi no me importaba. El precio era tu insistencia, ponerse pesado e insistente un rato, y después de bastante rato, a mi madre o a las otras madres de mis amigos, a veces nos compraban uno, entonces jugabas a la ruleta, a ver si te tocaba otro, yo creo que siempre nos daba otro, a veces lo regalaba provocando a las madres a comprar.

El gabán que llevaba era de cuero relleno de borrego, porque en Madrid, en otoño e invierno hace bastante frío, y en Rosales, pega el viento bastante bien, que viene del parque del Oeste, de la Casa de Campo, de la sierra, yo le veía a la salida del colegio, sobre las cinco de la tarde, aunque no sé si todavía iba al colegio o era al parvulario, también había en el paseo de Rosales, el puesto verde, donde una señora vendía chucherías, pero era a los más mayores, que sabían pagar con dinero.

Cuando fui más mayor descubrí donde guardaba el barquillero sus aparejos, enfrente de mi casa, en un bar asturiano, llamado La Montaña, por el cuartel, que tiempo atrás dejó de existir, pero eso ya es otra historia, más dura y cruel, de patios de armas llenos de cadáveres, de cañonazos desde la plaza de España, de vencedores y vencidos, hay un monumento que ya no lo parece y por eso está, a los que murieron en tales circunstancias, un sitio más donde terminan y empiezan historias, de Madrid y de España, de donde comienza la viudedaz de jóvenes felices, hasta ese momento y que como todo, se acaba olvidando.

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